
Son las 4:30 de la mañana, Lima sigue oscura, para variar hace frío, un frío húmedo que invita a quedarse acostado. Javier se levanta a recalentar lo que cocinó su mamá ayer, coloca sus cosas en la mochila y está listo para partir, él vive en Las Delicias (Chorrillos), es una hora de viaje hasta el local de la empresa que queda en Surquillo. Dice que en su distrito no barrería las calles, él trabaja en San Isidro, y aunque parezca absurdo, hasta en este trabajo existen escalas sociales.
Una vez en la “base”, se alistan como bomberos, las bromas sobran en los vestidores mientras se ponen el uniforme, en este caso, la empresa se encarga de entregarlos limpios cada día; muy diferente es el panorama en otros distritos, en el mismo Surquillo un despintado polo manga corta distingue a los barrenderos. Una vez en el bus que los lleva a su zona de trabajo, sorpresivamente todos sacan su almuerzo y empiezan a comer, los que no tenían compraron su menú de S/. 3.50 antes de subir, si no alcanza, el tamal con pan francés es una buena alternativa. Silvia observa mi extrañeza y responde mi pregunta sin que yo la haya hecho “si no comemos ahora, no aguantamos hasta la hora de almuerzo”. Empiezan a barrer a las 7 de la mañana, descansan desde las 12:30 hasta la 1:15, reinician la faena hasta las 3 de la tarde, si es que acaban. En teoría son ocho horas de trabajo, sin embargo, barrer más de tres kilómetros diarios no es tarea sencilla, aparte de esfuerzo exige técnica utilizando la escoba o escobillón (según sea el caso) cada uno de ellos genera un agraciado paso que combina movimientos de piernas y brazos.
El sol comienza a brillar, Javier se queja, el uniforme sirve contra el frío, además evita insolaciones, pero al calentarse es insoportable, sofoca, quema, él no puede parar hasta acabar. Cada descanso significa más tiempo en la calle, deben cubrir su ruta en el horario asignado, para verificar esto existen los “observadores”, jóvenes chismosos que van en bicicleta o caminando y que informan sobre los pormenores sucedidos en el día, ellos comentan que al inicio reportaban un gran número de faltas, ahora se limitan a informar que la jornada culminó sin novedad, han logrado una relación amigable basada en el respeto mutuo y algunas concesiones.
Javier estudia derecho en una universidad privada, va en el quinto ciclo y confía en terminar pronto, su trabajo le ayuda a pagar algunas cosas, sobre todo la deuda de la tarjeta de crédito. No es el único con estudios superiores, el señor Nicanor, un viejito canoso que recoge desperdicios a lo largo de la Javier Prado, es contador de profesión, perdió su trabajo hace unos años, ahora se distrae caminando y pinchando papeles en la berma central de la avenida. La señora María estudió pedagogía en un instituto, me cuenta que su hija va a postular a la Católica, seguirá alguna carrera de ingeniería, su ex esposo financiará el proyecto, pero ella asegura que “con su humilde sueldo aunque sea para los pasajes le alcanza”.
Un barrendero en San Isidro gana entre 500 y 700 soles, depende de la antigüedad, aunque el índice de rotación es alto, entran y salen cada mes de la empresa. Son pocos los que se iniciaron directamente en la municipalidad del distrito, ellos coinciden en que las diferencias no son grandes, incluso algunos afirman que trabajaban con menos presión antes de que se privatice el servicio en el 2005. Se forman colas para dejar currículums los días lunes, es que les ofrecen todos los beneficios de un trabajador en planilla, AFP, seguro social, CTS, vacaciones; poco a poco aquellos antiguos trabajadores ediles van siendo reemplazados por jóvenes mejor preparados físicamente para el duro trabajo.
Según la jefa de Recursos Humanos de Relima, Doris Ventosilla, a la totalidad de trabajadores que laboraban directamente con la comuna se les incorporó con todos los beneficios a la empresa, asegura que lo mismo hicieron cuando ingresaron a operar en Lima Metropolitana el año 95; sin embargo, en este caso, las quejas fueron numerosas, con argumentos como que no reconocían la antigüedad de los empleados o se les ofrecía sueldos menores. Además, insistió en recalcar los programas y talleres a los que asiste el personal; Javier canta en el coro, también juega fútbol en las olimpiadas, Silvia va al taller de lecto escritura, ella dice que es “solo para afinar un poco”.
Se rotan para trabajar domingos, los sorteados llegarán tarde a la imperdible pollada a pesar de que su jefa les ha dicho que no quiere saber nada de estos actos festivos, las razones son variadas, por ejemplo se forman muchas parejas entre los compañeros de trabajo, esto genera demasiados conflictos. Javier me cuenta de un divorcio a raíz de una pollada, “él la ampayó con otro, en venganza se fue con otra, ahora ella vive con su trampa, y los tres siguen trabajando juntos”, habría que verlo para creerlo, pero muchos corroboran los datos, incluso salen más historia a la luz, por ejemplo “la madrina”, aquella gentil señora joven que “inaugura” a los nuevos integrantes del equipo.
La formalización en el rubro de la limpieza pública no es exclusiva de Relima, existen otras empresas como Petramas o INITEC que siguen la ruta de la modernización de equipos y mejora continua del servicio, pero no solo la empresa privada ha decidido sobresalir, municipalidades como la de Miraflores o Surco prescinden de la tercerización y llevan a cabo excelentes iniciativas.
El almuerzo, más ligero que el desayuno, se hace más agradable con la presencia de un sereno en bicicleta, Javier me cuenta que se acerca por Yovana, una simpática y habladora joven que se une al grupo luego de terminar su cuadra. Ella tiene enamorado, un jardinero de la misma empresa, los jardineros ganan más, aunque la aspiración de la mayoría es llegar a ser chofer del camión recolector en el turno de la madrugada, fácilmente pueden llegar a percibir 3000 soles de sueldo al mes.
Acaban su ruta, esperan al bus que los llevará a la base, nadie les dirá gracias por dejar limpia la ciudad, si no notaron su presencia menos notarán su ausencia, pero seguramente seguirán ensuciando.